viernes, 13 de mayo de 2011

No hay lenguas muertas, sino hablantes inconscientes


Personalmente, siempre me ha producido un gran rechazo esa denominación que tilda de "muertas" a las lenguas clásicas, como si estas hubiesen perecido o se hubiesen disuelto con el correr de los siglos. Cualquier hablante de español debe saber que esta es, como tantas otras, una lengua romance y por tanto, hunde sus raíces en la gramática latina, que es la que le da su razón de ser. Lo mismo puede decirse de oras lenguas como el griego o el sánscrito, emparentadas entre sí y que forman parte de la familia indoeuropea. Por tanto, al hablar nuestra lengua "resucitamos" (si es que alguna vez han muerto) los étimos latinos de los que proviene. Una persona con exiguos pero suficientes conocimientos de etimología y evolución fonética (que son los que yo poseo) puede bucear en las estructuras sintácticas y léxicas de su lengua, conociéndola en profundidad y estableciendo con ella una profunda relación, de tal manera que esta pasa a formar parte de su estructura mental (no hay que olvidar que la lengua que manejamos condiciona en gran parte el discurrir de nuestras operaciones intelectuales). Por otra parte, estoy plenamente de acuerdo con la afirmación de Goethe de que, quien no conoce un idioma extranjero tampoco puede conocer el suyo. El conocimiento del latín como lengua clásica supone una gran ambivalencia, ya que se trata de una lengua que nos es cercana y consustancial pero alejada en el tiempo. Sin embargo, en la configuración eurocéntrica de la historia, cuando el Imperio romano alcanzó su máxima extensión, el latín se convirtió en una especie de esperanto (función que ahora está asumiendo la lengua de Shakespeare aunque a nivel mundial) que se esparciría determinando las posteriores lenguas europeas que surgirían. En aquella época el filohelenismo determinaba que el griego se convirtiese en una lengua propia de personas eruditas, y en muchas ocasiones en los círculos literarios, filosóficos etc se empleaba esta lengua como símbolo de distinción. El griego era la lengua de la cultura frente a un latín que se presentaba en su doble vertiente, el vulgar (empleado por la romanización al ser el hablado por los soldados) y el culto o literario, del que nos han llegado menos vestigios. Paradójicamente en la Edad Media sería el griego quien cediese el testigo al latín como lengua de la cultura y de la enseñanza. Cuando Roma conquistó Grecia esta se rindió en cuerpo, pero su alma (formada por su cultura, literatura, filosofía, lengua, arte, etc) penetró con fuerza en el sentimiento romano, arraigando y acomodándose a las exigencias de la sociedad romana. Por ello, la lengua griega permaneció embalsamada en las estructuras latinas y hasta hoy nos han llegado sus ecos: palabras que el latín tomaba intactas realizando una mera modificación fonética y que aún se mantienen como tal, otras han pasado a nuestra lengua directamente del griego también. Cultismos, semicultismos y palabras patrimoniales son la prueba viva de que el latín y el griego están muy presentes en nuestra lengua cotidiana.
Palabras como efeméride, epiglotis, anemia, talasocracia, agorafobia, biblioteca, litosfera, enología... y un sinfín más son puramente griegas. Otras como calendario, bélico, estío, hierro, agricultura, letra, caldo, abeja... provienen de un latín más o menos evolucionado. Tampoco hay que obviar las numerosas expresiones y locuciones latinas que perviven en nuestra lengua se hayan traducido o no: ipso facto, rara avis, a priori...
No podemos ocultar ni renegar de nuestros orígenes y, al fin y al cabo, somos esencialmente romanos

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