domingo, 28 de febrero de 2010

La guerra de los Bachilleratos

Todos los niños, cuando se dan cuenta de que no están solos en el mundo, comienzan a asediar a sus progenitores y a todas las personas que conocen con una pregunta fácil de formular y compleja de responder: “¿Por qué…?” Estas dos palabras se repiten sin descanso, hasta la saciedad, incluso llegando a límites absurdos e inexplicables, somos pequeños científicos, diminutos filósofos. Con media docena de años, cuando nos cargamos la mochila a la espalda, empiezan a abrirse nuestros horizontes. Todo es nuevo, ignoto, todo está por explorar… La Curiosidad comienza a despertarse de su letargo y reclama ser atendida. Entonces somos fácilmente impresionables, nos entregamos al saber con vehemencia, con la inexperiencia del neófito. Experimentar e investigar se convierten en nuestras únicas preocupaciones. Con rostro absorto escuchamos las historias relatadas por nuestros profesores y abuelos, ¡Y el mundo nos parece tan vasto y misterioso! Aventurarnos en él y preguntarnos por lo desconocido se convierte en algo natural, avanzamos con paso sigiloso, cuidadoso pero incontenible y firme.
Esto es así, al menos hasta que nos revelan el final de la historia.
Crecemos, y nuestros conocimientos con nosotros. Cuando llegamos a la docena de años, nuestra vanidad nos hace creernos dueños del mundo. El aburrimiento hace mella en nuestro espíritu y allá donde antaño encontrábamos mundos inexplorados y recónditos hoy encontramos distorsiones de una vaga fantasía. Es imposible redescubrir lo ya descubierto. La pasión muere. Se marchita cual rosa en invierno y nos damos por vencidos, creyendo que nada queda por hacer, cuando sólo hemos dado el primer paso. Seguimos caminando, ¡Sí, pero a regañadientes! ¿Qué otro remedio nos queda? Pero recibiendo siempre el mismo punto de vista, la Creatividad ve cortadas sus alas. Y cuando uno se ve obligado, cuando quizás no se haya repuesto de tal varapalo, cuando tal vez no sea capaz de decidir sobre las cosas más banales y triviales, ¡Sí, obligado! ¡Forzado a decidir sobre un asunto tan trascendental como su futuro! Se encuentra con que todos los esquemas conocidos se derrumban a sus pies. Y nada vuelve a ser como antes.
Con esto sólo he querido introducir el tema, he llegado a la situación en la que me encuentro y hablaré sobre el presente. A los dieciséis años, cuando uno desea continuar con sus estudios y acceder a la Universidad se ve en la terrible tesitura de elegir. ¡Elegir estando indeciso! Gran contradicción la nuestra, máxime cuando las opciones son tan reducidas y todo el universo conocido se escinde en dos mitades irreconciliables. Enfrentadas, tratando de imponerse la una a la otra, cuestionándose… Craso error. Nosotros los Estudiantes, debemos guerrear no entre nosotros, compañeros, compatriotas al fin y al cabo, sino contra la Ignorancia y no usando la espada, sino la pluma. Siempre se ha dicho que esta última es más fuerte. Pero nos empecinamos en dar pie a una guerra civil y esto sólo nos hace débiles.
Intentaré ahora exponer mi tratado de Paz, esa paz tan necesaria como la que impuso Augusto al Imperio romano, reflejada en el Ara Pacis Agustae. Sin embargo, no ocultaré mi procedencia estudiantil, soy una estudiante de Humanidades, y mis simpatías virarán hacia esta rama, no obstante trataré de ser lo más imparcial que mi alma amante de la cultura clásica me permita.
Parafraseando a César en su inicio de De bello Gallico (La Guerra de las Galias) podríamos decir: Sapientia est omnis divisa in partes duis, scilicet, Scientia et Littera (Toda la sabiduría está dividida en dos partes, a saber, Ciencias y Letras). Esto supone una limitación enorme y horrible. ¡Como si a uno le estuviese mandado confinarse en una de las parcelas del conocimiento de forma irrevocable! No se ha de controlar de manera tan férrea el deseo de aprender, porque ambas divisiones son, a la larga, una parte mínima de ese patrimonio espiritual humano, inmaterial pero de valor incalculable: la cultura. Deberíamos saber valorar toda la senda que nuestra especie ha hollado antes que nosotros y aprovecharla. Deberíamos ser como Da Vinci y Copérnico, hombres del Renacimiento, interesados por todos los ámbitos del saber. Y, sin embargo, se nos raciona el sapere aude (Atrévete a saber) cuando la Curiosidad es irrefrenable.
En tal estado de cosas nos encontramos cuando enfrentamos apotemas contra ablativos absolutos, a Jenofontes contra Kepler, derivadas contra sinestesias… y seguimos queriendo sobreponernos los unos a los otros. Algunos, diciendo que las lenguas de Homero y Cicerón son lenguas muertas, otros, que de nada sirven esos conocimientos abstractos de los que tanto alardean… y así uno y otro bando se lanzan tales acusaciones sin esperar nunca solventar sus problemas.
Lo cierto es que, a mi juicio, son las Ciencias Humanas las que aportan un sustrato cultural más profundo y rico, más provechoso. Conocer la historia de la Humanidad implica evitar reproducir errores pasados. Conocer los étimos grecolatinos implica adquirir gran riqueza léxica, amplitud lingüística, desenvoltura, oratoria, retórica… Sí. Hemos de vivir comunicándonos, queramos o no. Y aunque ahora la palabra no tenga tango valor como en Roma, en la que Cicerón subyugó con su verbo solemne a Catilina, descubriendo su conjura, la necesitamos para vivir, sentir, expresarnos… Ya lo decía la Biblia In principio erat verbum (Al principio existía la palabra) todo surgió de ella. Pero no sólo eso, nuestras raíces políticas están en Roma, el Derecho tal y como lo conocemos hoy en día también surgió en la Ciudad Eterna. Y la Filosofía tiene por cuna Grecia, el otro gran Imperio. Sí, la Filosofía, el amor a la Sabiduría. Creo que no hay otra disciplina con una visión tan privilegiada, múltiple y caleidoscópica, tratando de encontrar respuesta a las grandes preguntas que nos persiguen desde antiguo. Preguntas atemporales y trascendentales, con cuyas reflexiones y respuestas configuramos nuestra vida y nuestro pensamiento.
Las llamadas Ciencias puras son disciplinas, aunque tan encomiables como cualquier otras, frías, inexpresivas, abstractas, de una exactitud escrupulosa y casi despectiva, sin segundas interpretaciones posibles… Y aún así, ¿Quién soy yo para cuestionar las decisiones ajenas? ¿Podría pasar por alto los grandes avances de la Ciencia? Mi opinión importa bien poco, y he de reconocer que la Ciencia también garantiza que la vida sea posible. Desentrañan los misterios de nuestro interior de otra manera, conocer al hombre en un aspecto fisiológico es casi tan importante como conocerlo a nivel psicológico. Por otra parte, tratar de reducir todos los fenómenos físicos a una cadena lógica infalible resulta fascinante.
Por ello, si ambas persiguen el mismo y loable fin, ¿Por qué separarlas? Nos vemos obligados a renunciar a una parte de nosotros, a algo que nos interesa. Yo hubiera querido de grado mezclar ambas ramas pero no pudo ser así. Cierto que el tiempo es limitado, pero debería otorgársenos un poco más de libertad para decidir. Aún veo mi futuro incierto y haber estudiado en la frontera me hubiese aclarado las ideas, me hubiese dado el tiempo que ahora me falta para construir mi proyecto vital.
Así que, proseguiré mi declamación diciendo Beatus Ille (dichoso aquel) que puede estudiar el teorema de Arquímedes, las tres leyes de Kepler, la de la gravitación universal, la teoría de la relatividad y, a su vez, traducir con entusiasmo a Apolodoro, leer con fruición a Dante y a Petrarca, embeberse de la perfección de la Capilla Sixtina. Combinar a Mendel y a Mendeleiev con Shakespeare y Molière… Ser, en definitiva, sabios eruditos como Goethe. Bendito aquel que puede, como diría Pérez Reverte, “descubrir la patria que realmente merece la pena”. Esta, amigos, no es otra que la educación y la cultura. La urbanidad, sí, pero también la facultad y la madurez para crearnos nuestras propias opiniones, para reflexionar, reencontrarnos con nosotros mismos y analizarnos desde dentro y fuera. Ser esa transición platónica entre el mundo sensible y el de las Ideas, pudiendo combinar elementos tan dispares. Ojalá se nos permitiese elegir de esta manera y no tener que someternos a esta rigidez que no nos lleva a ninguna parte.

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