viernes, 6 de mayo de 2011

El Erpedio (III)

La venganza de Léin







Durante un tiempo fueron invencibles. Aquel pueblo nómada, natural de los bosques del norte arrasó como un huracán las tierras en su camino a la corte. Y como la sabia Kendra les había dicho, fueron muchos los que se les unieron, rindiéndose, soltaron las armas y se incorporaron a la Doctrina de Kendra. Y los que se atrevieron a luchar quedaron malparados.


Léin y Lerania no podían sino estremecerse ante tal matanza, y fue el propio Dios de la Luz quien dijo a su esposa: “No temas, yo solucionaré este problema, pues me siento culpable”. Lerania pensó que su esposo era el verdadero responsable, pero manteníase callada y prudente.


Para entonces los Arkelios ya estaban muy cerca, quizás demasiado, y se palpaba el Caos. Ayumi murió sin descendencia por lo que no había heredero y las intrigas se sucedían en torno a la corona, la situación les era favorable a los Arkelios.


Kendra quiso concretar aún más sus posibilidades y se apareció ante Yumi y le aconsejó lo siguiente: “Hija mía, habrás de saber que guerreando, ayudarás a tu pueblo, mas, ¿qué ocurrirá cuando ya no puedas hacerlo? Alguien deberá sustituirte.” De modo que Kendra aconsejó a su hija que se apresurase en buscar un heredero, pues ella era la verdadera princesa de los Arkelios. Yumi desoyó su consejo y continuó al frente de los ejércitos, mas Kendra no se cansó en recomendarle que encontrase a alguien con el que crear un heredero y que no se preocupase por el amor, pues no era posible tal sentimiento en épocas de guerra. Desde entonces se apagó el amor para los elegidos de Kendra, al igual que para Kendra se consumió el amor ante el rechazo de su amado Léin.


Así pues, llegaron a Senyesk, la ciudad donde estaba reunida la corte. Yumi irrumpió en el salón del trono del castillo, donde los ancianos consejeros lamentaban la muerte de la reina mientras buscaban una complicada solución. Yumi desenvainó su espada y amenazó con ella a los allí presentes: “No hay decisión que valga pues yo soy la esperanza de este país y su salvación, la legítima heredera.” Mentía, pero lo hacía con tal convicción que acataron su palabra y la creyeron. Kendra le mostraba el camino a seguir. Su expresión, los ojos desorbitados, el gesto airado, la postura imponente… la hacían invencible, y tanto se asemejaba a la desaparecida Ayumi que la vieron como una hermana esculpida en la sombra, nada más lejos de la realidad. Yumi se adentró en la sala hasta el corazón mismo, donde la esperaba el trono. Y en su delirio de poder inspirado por Kendra, sentose en él y experimentó el calor de su autoridad. Encandilaban su apostura y elegancia e imponían respeto.


Aquella Arkelia ya sentía en su paladar el dulce sabor de la gloria, casi acariciaba el armiño del manto real. Sin embargo, reparó en algo que por alto había pasado, la corona, de un oro puro con incrustaciones de piedras preciosas y quedó prendada de ella. Preguntose por el contrario, qué hacía aquel objeto tan preciado lejos de su propietaria. Dictaminó, pues, que era extraño que Ayumi no hubiese sido enterrada con aquella posesión suya tan noble y de tal valor simbólico. Creyó que quizás estuviesen velando a la antigua reina y embalsamando su cuerpo para el funeral en alguna recóndita estancia del palacio.


Mas detuvo sus reflexiones, ¿qué importaba aquello ahora? La corona era suya por entero. La tomó con manos tremulosas de pura emoción y se la colocó en la cabeza. Ya era reina de Leruey, con aquel simple pero importante gesto. Su reinado comenzaba, se abría para ellos una etapa de prosperidad, en la que ejecutarían a todos sus anteriores enemigos y lograrían el poder para Kendra.


Su reinado fue fugaz, Léin no permitió que diese una sola orden. El Dios, al ver la frialdad de Yumi al tocar la corona de su anterior elegida optó por obrar con celeridad y pagó con la misma acción a Kendra: la corona contenía un hechizo muy poderoso que acabó con Yumi de inmediato. Los que allí se hallaban viéronla caer fulminada y desprovista de sentido. Se desplomó Yumi y con ella las aspiraciones del pueblo Arkelio, los soldados de la Oscuridad penetraron en la cámara e iniciaron una sangrienta riza, acabando con los ancianos hechiceros a los que consideraban los autores de la muerte de la líder de su pueblo.


Empezó así una guerra de sucesión, la primera en la historia de Leruey, pero no la última.






La marcha de Léin






La guerra fue larga, cruenta y la victoria no parecía decidirse por ningún bando. De tanto alcance que incluso Léin y Kendra combatieron al frente de sus tropas. Lerania quiso cerrar los ojos ante aquella situación. El mundo que había creado parecía querer destruirse a sí mismo, poco a poco… finalmente y gracias a su poder Léin reprimió la insurrección Arkelia devolviéndolos a su origen en el norte. Leruey se había salvado, eso parecía, pero Lerania conservaba una enorme resignación pues no aprobaba la actuación de Léin. “Esposo, habéis de decirme, ¿por qué lo hicisteis? A tal extremo habéis llegado que no sé qué pensar de vos, jamás lo habría sospechado.”


Dejó Léin la espada y su ruda mano buscó la mejilla de Lerania, que, arisca, se retiró. “Mas, amor mío, me gustaría que supieseis que todo lo hice por vos. Mi amor no conoce límite alguno y sabed que si un laeriano mortal yo fuera, mi vida entregaría por defenderos.”


Secose Lerania una furtiva lágrima. “Ya no importa. No conocía yo la oscuridad hasta vuestra llegada, pareciera que vos la trajisteis, subordinada a vuestra Luz.”


Ofendiose Léin considerablemente, pero mantuvo la compostura. “Lerania, la Luz siempre conlleva Oscuridad, he de deciros…”


Lerania dijo: “¡Para eso preferiría no haberos conocido jamás!” Lerania lanzó al aire su melancólico llanto. En el siempre idílico Reino de la Luz Eterna, el ambiente comenzaba a crisparse y una leve neblina grisácea oscurecía el aire luminoso.


Léin trató de formular una promesa: “Oídme bien. Encontraremos otro elegido que soporte el peso de la monarquía”. Lerania murmuró: “Y morirá igualmente”. Léin sentenció: “Eso es Destino”. Lamentose Lerania: “Pues es cruel el hado”


Así se gestaría el dicho: “los elegidos de los dioses mueren jóvenes” y toda una serie de supersticiones hacia el Destino.


Lerania no podía olvidar la visión de su querido mundo asolado por la guerra y la desgracia, se sentía contrariada y lo único que podía hacer era culpar a Léin. Liberó, por tanto, sus sentimientos sin temor: “Léin, habéis de marcharos…”


Léin permaneció perplejo, recorrido por la mirada verde y pura de Lerania. Ella dijo: “No nos debemos nada el uno al otro y no os guardo rencor, si acaso lo sospecharais. Sin embargo, como sabéis este mundo es mío y ahora sé que debo controlarlo yo.”


Léin comprendió a su esposa y deseole suerte, besole la mano y marchose lejos. No retiró, en cambio, ni una sola de las muchas mercedes que a Leruey regalase en su momento, mostrando así su caballerosidad y su deseo de volver. Léin se marchó y los laerianos presintieron su falta, mas se encomendaron a su Diosa en aquella época de incierto destino.


Lerania decidió legar su poder en un consejo de ancianos y sabios, para dar sus leyes de forma segura, a fin de guiar y reconstruir la historia de Leruey.






Planto, juramento y venganza






Fue tal el desconsuelo del pueblo Arkelio, tal el desamparo por parte de su Diosa que sólo pudieron lamentarse. Dolía la pérdida y clamaba con fuerza la venganza, mientras tanto, el pueblo Arkelio se rompía y los ideales que Kendra había implantado parecían marchitarse. La elegía por Yumi subía en pesadas notas hacia la infinidad de la oscura noche, y con ella la desesperación: “Aunque la muerte cerró vuestros ojos, no apagará vuestro espíritu. Donde quede vuestra fiera estocada, permanecerá vuestra obra, para siempre recordada, oh, elegida de las Sombras. Nada llena vuestro hueco salvo la venganza, diosa que entre nosotros humanizada, voluntad de la oscuridad deificada. La gloria os espera y vuestro futuro retorno os purificará.”


Quedó tan sentido canto latiendo como una herida abierta y los Arkelios se obligaron a jurar, sólo la venganza los mantenía unidos por un hilo quebradizo, una última voluntad que su diosa les había impuesto silenciosamente.

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