miércoles, 20 de octubre de 2010

El Erpedio (II)

El reinado del odio







Herida, desorientada, Yumi tuvo que acarrear con las culpas sin derrumbarse. Su orgullo estaba dolorido y su prestigio a punto de ser olvidado. No le importó que dudasen de ella, seguiría sola, mataría a Ayumi con sus propias manos y entonces sería la única reina del país. Se debía una venganza, porque las venganzas son un bálsamo para el honor.


Yumi trató de derribar aquellos dorados barrotes pero era imposible controlar aquella magia primigenia, aquel poder oscuro y desconocido. Necesitaba serenarse. Yumi tendría que buscarse de nuevo en aquella oscuridad impuesta. “Hemos de adjudicarnos lo que nos fue arrebatado” proclamaba periódicamente. Y lo que le habían arrebatado era el honor, la posibilidad de controlar El Equilibrio.


Yumi y sus esbirros coincidían en que ni Léin ni Lerania eran sus padres, no les debían nada. Aún peor, aquellos seres que se hacían llamar Dioses los habían condenado injustamente y eso era inadmisible. Así que, prófugos, se obligaron a seguir adelante. “Lo único que nos queda es el odio y el rencor, y no permitiremos que nada enternezca nuestra existencia. No hay vuelta atrás y el futuro no será posible hasta que salgamos de aquí. Hasta ese día, viviremos en el pasado y en el olvido”


Yumi siempre era escuchada atentamente. Sus palabras eran verdades y sus deseos promesas. Su verbo, claro, directo, la hacía triunfar. De lo único que se lamentaba Yumi era de no poder atraer a nadie más a su lado. Aquel exilio los apartaba, los había convertido en alimañas peligrosas a ojos de los demás. Pero Yumi no iba a permitir aquello.


Ahora la única duda que rondaba por la enfebrecida mente de Yumi era si estarían desahuciados por mucho tiempo más. Si Léin y Lerania no iban a aceptarlos, alguien tendría que hacerlo. Confiaba aquella guerrera de la oscuridad en que pronto alguien los acogería con los poderes que ellos tenían, que no rechazarían la pureza de su magia. Por el momento ella era lo más cercano a la divinidad que conocían, quien manejaba las fuerzas de las tinieblas a su antojo. Su carisma y confianza la apoyaban y estaba cargando a sus espaldas con todo un pueblo.


“Si nos atrevemos a dudar, estaremos perdidos” Yumi no desistía. Sus manos buscaban abrir la brecha de la liberación en aquel muro de luz, pero era imposible. Yumi no se daba un solo descanso y noche a noche enloquecía de rabia. Si dudaba no podría seguir adelante. Sorbía sus lágrimas de enojo y se obligaba a continuar.


Pero aquellos tristes amagos de valentía eran fugaces e insuficientes. Algo atravesó la mente de Yumi, haciéndole comprender que sólo la acompañaba la soledad. Quien se encuentre solo, nadie debe preguntarse por qué, nunca, pues eso significa el fin, la condena eterna. Pero Yumi lo hizo, se encontró preguntándose acusadoramente el por qué de aquella situación cuando las fuerzas casi ni podían sostenerla. Abrazada a un árbol, sintiendo sus latidos unidos a los de la naturaleza, se encontró, pues, lazando la pregunta al aire como quien dispara una flecha envenenada, pero antes de que pudiese olvidarla, evitarla, tropezó con una verdad absoluta: “porque es mi deseo”. Se detuvo un segundo mientras su mente seguía ahondando en la razón de su soledad. “No necesito a nadie y la confianza de tantos otros no es más que un mero ornamento”. Y dejose caer una vez más mientras que con la daga hendió profundamente la corteza de aquel árbol para buscar alimento en su amarga savia.


Pero la confianza no es más que un peligro encubierto, se adhiere a nuestras conciencias y pesa, hundiéndonos instante a instante en lo más profundo de la tierra y el olvido. La confianza es el eco, la voz muerta de una promesa que grita para ser escuchada. Esto Yumi lo sabía de sobra o lo había averiguado padeciendo sufrimientos.


Ya había habido varios rebeldes que buscaban el protagonismo y que insistían en que el propio peligro era Yumi, la habían intentado embaucar para reconocer sus aparentes errores y en los casos más extremos habíanse enfrentado a ella con la intención de matarla. Yumi los había aniquilado con facilidad. Su fortaleza la protegía frente a los demás que acataban sus órdenes con la sumisión del miedo al más fuerte. En su fuero interno sabían que Yumi era la culpable. Habían fantaseado con sacrificarla ante los ojos de Léin, disculparse con la mirada baja, las falsas lágrimas que buscaban una ternura y un arrepentimiento difíciles de mostrar. “Yumi está acabada, oh señor de la Luz, y perdonad nuestra mezquina duda, nuestro miserable comportamiento”. Y Léin, el Padre, los perdonaría como a ovejas descarriadas. Pero si perdían a Yumi lo perdían todo y Léin también podría traicionarlos como ellos lo traicionasen en su día. De modo que no se podía ser neutral: la victoria y la esperanza estaban en Yumi o fuera de ella, una guerra se gestaba.


Así que lo único firme que le quedaba a Yumi era su odio. El odio puro, frío, y prístino prepara a una mente ante la adversidad. Yumi odiaba, era su única forma de sentir… el resto de los sentimientos eran innecesarios y superfluos. De modo que Yumi lo tomó como algo real y tangible. Y todas las noches, es decir, siempre en aquella oscura y nocturna prisión, amenazaba a Ayumi en la distancia. “Sentid, pues, mi odio, que fluye en mi interior por cada fibra de mi cuerpo, sentidlo pues, oh Ayumi, y el dolor os hará estremecer, y poco a poco, no tendrá sentido tomar otra bocanada de aire entregada por Lerania, y os desvaneceréis para siempre” Yumi se esforzaba en canalizar su poder, su energía, su odio, tal y como su doctrina le indicaba. Era todo un reto, lo único que podía hacer.


Yumi sabía con certeza que si conseguía su propósito sería porque así debía ser, y su poder se consagraría como verdadero. Yumi seguía poniendo todo su empeño, aunque su esperanza menguaba, mas ¿Qué importaba? ¡Cuán cercana estaba su salvación y cuán lejana parecía!






De cómo nació nuestra salvadora y madre






En este sentido, Yumi desconocía la verdad, pues mientras estaba a punto de perecer, consumida en su odio y por el sentimiento de venganza, ambos tan similares, algo se agitaba en el cosmos, fuera y lejos de Leruey. Era una Diosa, una divinidad que había estado actuando discretamente y que esperaba entrar en escena muy pronto.


Conviene saber, entonces, que desde el principio de los tiempos Luz y Oscuridad han coexistido juntas. Desde que existe la Luz, la Oscuridad siempre estuvo para apagarla, y la Luz para volver a combatirla. La existencia y El Equilibrio son imposibles sin ellas dos como elementos creadores. Por ello, era justo, normal y necesario que Yumi naciera. Lo cierto es que, parte de los pedazos de aquel vidrio sobrenatural de la esfera primigenia y creadora engendrada por Lerania, al desprenderse hirieron a la diosa y de su sangre y su dolor surgió otra diosa, que se alimentaba de ellos como de dulce néctar.


Aquella diosa fue creciendo en soledad e incluso se enamoró del joven y apuesto Léin, que la rechazó. Despechada y dolida, aquella Diosa comenzó a tramar su propia venganza, y entraría al juego en cuanto las circunstancias le fuesen favorables. Se adentró en Leruey e insufló a Ayumi la atracción y la curiosidad por la magia negra, y después, creó a Yumi. Por tanto, Yumi era la hija de una diosa y lo más cercano a la divinidad para los hechiceros de la noche. Yumi era una parte mortal y tangible de aquella diosa que presentía su momento muy cerca. “Yumi está ya preparada-se dijo-y ahora yo he de usar mis poderes” Y en efecto, actuó con su poder nunca usado durante milenios… y cumplió el dicho: sólo un dios puede contradecir a otro y revocar sus obras.






La elección de la oscuridad deificada






Ocurrió que la barrera que aprisionaba a Yumi y los suyos se quebró en pedazos de luz. Estalló de forma colosal y un amago de amanecer inundó el bosque. Los tímidos rayos del astro de Léin apenas parecían querer importunar o atravesar el denso forraje, pero amanecía.


Yumi se sintió feliz en mucho tiempo, todo lo feliz que puede ser un corazón contaminado de odio… convocó a todos los demás que se agruparon como una horda exterminadora y salieron al exterior. La suerte parecía aliarse con aquel pueblo, puesto que supieron enseguida que Ayumi había muerto. Yumi se regocijó enormemente: “Oídme bien compañeros, y sabed bien que mis ruegos han sido escuchados, y ahora que sé que todo esto es un bien dispuesto por alguna autoridad celestial, habréis de saber que sólo se trata de una avanzadilla para la verdadera prueba que se nos depara” Por lo que decidieron prepararse.


La cima más alta de Leruey, el Arkia, albergaba, según los más sabios un poder infinito a aquel que la conquistase. Era por ello por lo que fue escondido en un lugar tan inaccesible, donde las ventiscas arrecian sin piedad. Y fue Lerania quien actuó con sensatez y desafió a sus propios hijos a desobedecerla mostrando una manifestación natural de poder tan enorme. Tamaña muestra de arrogancia invitaba a ser desobedecida y aquel fue el designio primero de Yumi y sus seguidores. No tenían miedo al saber que tantos habían dado su vida por la empresa, sino lo contrario, se veían capaces de llegar a cualquier parte con Yumi entre ellos.


Así fue como se prepararon por largo tiempo para escalar aquel escarpado pico, para sobrevivir y hacer historia. “Temblará este país, lo haremos palidecer de pánico”. Yumi exclamaba presa de un delirio de poder incontrolable y su pueblo la aclamaba como a una diosa. Así que, pertrechados, comenzaron la ascensión, que fue larga y penosa. Los Denios, que en su camino se cruzaron, no tuvieron otra cosa que hacer sino dejarles marchar. Aquellas criaturas hijas del fuego y de la roca se sintieron presionadas por la crueldad de Yumi que heló sus ardorosos corazones.


Aunque tiene el Arkia un corazón hirviente, las nieves perpetuas asolan su cima, y el hielo crea una capa cristalina pero impenetrable. Muchos perecieron en la subida, pero aquello sólo contribuía a aumentar el honor de los supervivientes. La cima cada vez estaba más cerca, casi al alcance de la mano, pero comprobaron que apenas quedaban provisiones y que sus fuerzas estaban tan congeladas como la ventisca.


Así pues, Yumi imploraba como nunca lo había hecho, su propia ambición los llevaría a la muerte. Caerían y entregarían su vida a la gélida montaña, como tantos otros. ¡Oh, cuánto se lamentó Yumi! Se sentía como una asesina y tan injusto era pues les debía tanto a sus seguidores, y todo por aquella maldita confianza que pusieron en ella… todos estaban condenados. Yumi tendría que haber emprendido la escalada sola y no haber arrastrado tantas vidas a su costa.


Yumi comenzó a llorar, y las lágrimas se petrificaron al instante en hielo puro hiriendo sus suaves mejillas. La preocupación de Yumi se incrementaba y tanto se arrepintió, tanto suplicó el perdón y se dio a ver como culpable, que habría conmovido hasta a las rocas. Yumi sacó de sí los sentimientos que nadie creía que tuviese, ante la cercanía de la muerte.


Fue entonces cuando lo oyeron, el aullido estremecedor de un lobo. Yumi se puso alerta mientras la sangre corría por sus venas más aprisa. Mientras tanto, agudizó el oído y se preguntó acerca de la existencia de aquellos animales en un lugar tan inhóspito como aquel, frío y a tanta altitud. “¡Sacad las armas! Les haremos frente sean cuántos sean.” No obstante no parecía plausible que una manada habitase en el risco. De modo que quizás era un lobo solitario del que no había que preocuparse. Escucharon como una fiera bestia se les acercaba resollando con fuerza, furiosa. Pero lo más extraño era que en tanto que creían tenerlo justo a sus pies el sonido desaparecía para oírse un poco más lejos.


Yumi creía que aquello era un castigo divino, una mala pasada, una visión… la ventisca se disipó de repente y la luna aclaró todo el paisaje, pero el frío aún cortaba la piel, lo que les hacía mantener el contacto con aquella realidad distorsionada. Cuando se percataron de la figura recortada, perfilada contra la luna llena, se maravillaron. Era una loba, una loba que había aullado su voluntad de encontrarlos. Mas su porte era gallardo y distinguido. Su pelaje, negro azabache, parecía veteado de plata, sus ojos eran de un gris profundo y su cola era una serpiente, una serpiente cuya cabeza los observaba con su mirada punzante de reptil. Tenía, además, unas oscuras alas de murciélago. Aquella criatura sobrenatural parecía juzgarles.


“¡Arrodillaos en este instante! Hemos encontrado la razón por la que escalamos esta hostil montaña…” Tanta fe puso Yumi en sus palabras que se hizo un respetuoso silencio. De modo que era eso lo que ocultaba la cima del Arkia… era un descubrimiento interesante. Yumi se acercó con sigilo pues no quería asustar a la fiera, ni siquiera hizo el gesto de desnudar la espada. La loba se levantó lentamente, mientras parecía estirarse, aumentar su tamaño. La loba volvió a aullar, pero fue un aullido aún más largo y contenido, quizás entremezclado con un grito femenino… aquella loba se transformó en una mujer.


En aquel momento Yumi se arrodilló y la fría nieve acuchilló su piel por debajo de sus gruesos ropajes. Yumi supo que aquella criatura era su salvación, lo supo, lo comprendió y lo aceptó íntegramente. La desconocida era de una piel extremadamente pálida, reforzaba aquella sensación el reflejo de la luna en el hielo, sus ojos lobunos eran grises como la plata pero conservaban algunos ribetes negros. Su pelo era largo, espeso y se rizaba salvajemente azotado por la brisa invernal.


El silencio se heló, sin embargo Yumi supo que la espera no sería muy larga y que resultaría fructífera. La desconocida los miró con algo de orgullo y preocupación. “¡Hijos de mi poder y de mi magia! Sabed pues que vuestras desgracias ya han terminado”


Alzó Yumi la mirada, ya reconfortada. “mas, ¿Quién sois vos?” La diosa saltó a donde estaba Yumi y la hizo levantarse. “Yumi, has de saber que mi nombre es Kendra y soy la diosa de la Oscuridad, y, a partir de ahora vuestra Madre. Velaré por vuestra seguridad, pues os he elegido como pueblo.”


El honor que sintió Yumi era tan ardiente que podría haber fundido toda la nieve del Arkia. Kendra se acercó y atusó el pelo de Yumi, luego la abrazó, aunque sus gestos distaban mucho de ser dulces y maternales. “Eres mi hija, Yumi. Te creé de la mente de Ayumi y he sido yo misma quien ha acabado con la vida de esa falsa elegida de Léin” Kendra pronunció aquella frase amargamente, con resignación, como si removiese hechos del pasado que convenía olvidar. Yumi se sintió indefensa ante aquella deidad, tan fría, tan impasible. Pero poco a poco descubriría que las tinieblas transforman radicalmente.


Yumi experimentó algo de miedo pues es de sobra conocido que los dioses son caprichosos y que su poder los hace aún más indecisos. Temía, pues, que en cuanto Kendra así lo estimase oportuno todo terminaría para ellos.


“Hija mía, aún más, Elegida mía, serás mi Hashek” Y es que en aquel lenguaje apenas recordado sonaba de nuevo en los oídos de Yumi, por ello tomó el sobrenombre de Hashek y convirtiose por tanto en Yumi Hashek, guerrera de las sombras, elegida de la oscuridad, emperatriz de la noche y tantos epítetos heroicos recordados con nostalgia. “Y ahora, escúchame. Os conduciré a la gloria pues ahora que Ayumi yace en el Reino Eterno de la Luz es mi voluntad que tú seas la reina de este país y que lo hagas mío.” Yumi advirtió el egoísmo puro de las palabras de la Diosa pero se contuvo pues pensó que Kendra les recompensaría llegado el momento.


Así fue como el pueblo de Yumi se convirtió en el pueblo Arkelio, debido a su intento de alcanzar la cima del monte Arkia.


“No olvides que lo que has de hacer ahora es captar nuevos adeptos. Entiende pues que el horror ante el ataque del más fuerte hará que más de uno se pase a nuestro bando”. Y desapareció.


Encontráronse de nuevo al pie de la montaña y recelaron. Sospecharon de Léin, todo podía ser una estratagema. Sin embargo, fue Yumi quien de nuevo alentó al resto de Arkelios: “¡Vayamos al sur! Busquemos la corte de Leruey y confiemos en Kendra, pues si su palabra es sincera contamos con ventaja.”


Y construyendo su sueño en una nube de humo, sobre una mera esperanza se marcharon a la conquista del trono de Leruey.

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